Dos ventanas paralelas, un espacio rectangular, casi cuadrado. No recordaba bien qué había pensado en primer lugar, si tapiar las ventanas de aquella sala o las de mi estudio. Me vi inmerso replicando un espacio casi exacto y también una decisión. Un gesto en el que lo grande producía lo pequeño y lo pequeño lo grande. Un cambio de escala y un cambio de lugar.
Cerrada sobre sí misma, esa sala se mueve a otra velocidad, a una velocidad mayor que lo que queda fuera de ella, que aquello que la rodea. De nuevo, en mi estudio, sólo recuerdo cosas quietas. No es muy habitual no tener luz natural en un estudio propio. Del otro lado está el estudio de Marta, ella tiene la luz. Alguien pensará que trabajar sin luz ayuda a imaginar o proyectar algo que sucedió, pero yo diría que la ausencia de luz sencillamente impide ver; o al menos, impide ver de la manera que veríamos cuando está presente. Mi colega Mikel se preguntaba cómo sería pintar o dibujar a oscuras y para ello recurrir a la memoria, al gesto o a trazos que uno tuviera incorporados, como aprendidos. Recurrir a la oscuridad para buscar algo que necesita luz y así atravesar la mirada, el ojo y el cuerpo.
Me afano en que las paredes de la sala queden lisas, pulidas; que los restos de yeso no se esparzan. Recuerdo que mi amiga Natalia me ha contado una historia lejana en el tiempo. Esa historia pasa en Moscú hacia mediados de siglo XX. En ella, el que fuera su director de coro cuando mi amiga era adolescente, evocaba una y otra vez la impresión que le había dejado ver de pequeño un sol pintado. Aquel sol, estaba situado sobre la pared de la estancia en la que Alberto Sánchez y su familia se alojaban en la capital de la antigua Unión Soviética. Un sol que a corta edad impresionaría a cualquiera por sus proporciones y del que Alberto Sánchez siempre le decía que había traído consigo desde su Toledo natal.