Y yo, que no creía en las brujas”
De entrada, las pequeñas piezas indican como migas el camino de vuelta a casa, son fragmentos monádicos de lo acontecido como experimento de taller, conjugando lo repleto con lo peregrino, en una búsqueda de ambientes siempre próximos pero a la vez distantes eones de tiempo. Formas telúricas que se concretizan como pequeñas pantallas fijas en un instante.
Siguiendo encontramos sus rastros de cacería xenomórfica en las 7 pinturas de formas amenazadoras y salvajes, como el vuelo de un murciélago captado por una cámara a la luz del estroboscopio.
Nos adentramos tras la cacería en las entrañas del mago a través de sus monitores de video que proyectan los ensayos que después pintará con gestos calculados en base a técnicas de hilado visual y sonoro, en intentos de estirar y encuadrar momentos aparentemente sobrantes pero llenos de intensidad trágica por el paso del tiempo y la huella. El interior es donde produce el mago.
El horror se despliega en plenitud con la gran pantalla. Un horror espacial que bebe de fuentes cercanas y que como en una boca gigante, se traga la visión para de manera honesta liberar el monstruo innombrable que todxs llevamos dentro tras el empacho visual de 25 años de agotamiento y saturación óptica.
Parece imposible volver a conectar con referentes tras esta pintura, pero las fotografías enmarcadas nos vuelven a conectar con sucesos dramáticos pero emocionantes como esos cauchos reventados por la velocidad y la ira, qué puede haber más bello que un paisaje convertido en sus propias apariciones espectrales de victoria amarga.