¡Cuántas veces recorrí ese camino!
La historia acampa en la tarde y con la luna a la noche sale. Con vino blanco de uva albilla, la historia en la boca cuenta que bajábamos desde la calle Olmo hasta el Prado para ver un cuadro. Y que un día, en esa bajada, nos desorientamos de la línea recta y no llegamos.
Velázquez pintó a su Cristo después de pintar la cabeza de un ciervo y antes de los borrachos. Cada cuadro abre y cierra paréntesis hacia sus lados.
Bajábamos a ver el Cristo y, más que al Cristo, a ver su fondo. Una lámina de aceite con verde oscuro, claramente el fondo de algo ―de un lago, de una habitación, de un cuerpo que ya no vive
ni sangra―, un fondo que le sirve a esa forma ―el cuerpo más famoso de nuestra Historia― para que el cuadro narre lo que pasa ahí.
Bajábamos para ver otra vez que entre el verde del fondo y el cuerpo palidecido hay una sombra, un verde más oscuro aún o ya del todo negro, que convierte al resto del fondo en luz. El fondo del
lago, luz. El fondo de la habitación, del cuerpo que ya no vive, luz. El fondo del cuadro.
Nos da la madrugada con la uva blanca y, a la mañana, bajamos a por las frutas que vende enfrente un hortelano mudo que enseña, entre los calabacines, palabras con las manos a mi hija. Subimos. La hija calla como heredando un idioma. Le durará hasta el mediodía.
Las palabras son de tinta negra desde hace poco. Negro de humo, y la palabra humo se fija. Negro marfil. Se fija, y, así, a veces, las palabras contradicen. Callo también, miramos.
En el fondo, el verde es de negro carbón con amarillo de plomo. Los colores cálidos se vienen hacia delante en el ojo, los fríos se van hacia atrás en la tela. Lo lógico sería que el fondo del cuadro fuese de un color frío y cóncavo para alejarse, pero el verde de humo y de plomo es cálido y vibra, y se viene, y vemos ―a esto hemos bajado― que se resiste a alejarse en la tela, y vemos cómo se queda, convexo y aún vivo sobre el lino. Un verde que ya fue ensayado en la piel resucitada de Lázaro.
El muerto resucita y se esconde, avergonzado del verde, al fondo de la casa familiar.
Comemos y la hija habla. Sigue gesticulando mientras habla y sus deditos se vuelven formas sin función en un baile de falanges.
Ha dicho claramente huevo frito y ahora juega. Se esconde bajo la mesa y, como siempre que prepara alguna aparición divertida, dice ¡no me mires!
No la miro. Cristo resucita y, al encontrarse con alguien que le reconoce y que va a abrazarle, dice noli me tangere, ese «no me toques» que dice que ahora ha vuelto de otro sitio y que en adelante solo servirá para ser imaginado. Comemos e imaginamos que dice noli me videre, porque tampoco ha vuelto para ser visto, una vez su forma ha sido diluida en el fondo verdinegro de todos los ojos.
A la tarde, bajamos y entramos por primera vez a la casa del hortelano. Una casa rectangular de piedra, nos la enseña. Dentro aprendemos más signos, le imagino bailar, le sigo, le veo bailar, le escucho con los ojos, no le entiendo a veces, le agarro del hombro cuando se rompe la línea recta del pasillo. A la vuelta, colgado en una mocheta veo una reproducción pequeña del cuadro. Me ve observarlo y me habla con un signo que reconozco y que significa «muy bueno».
Saliendo, una niebla espesa amortigua donde el hueso del invierno toca al hueso de la primavera. Estamos dentro. Siempre hay algo enorme que nos rodea.
_Javi Cruz, marzo de 2025.
Actividad realizada en colaboración con el Ministerio de Cultura.